“La buena ansiedad”: claves para aprovechar al máximo la energía de “la emoción más incomprendida”

En su nuevo libro, la neurocientífica Wendy Suzuki propone ver esta condición como “un regalo” más que como “una maldición”. Cómo gestionar sus síntomas para beneficiarse con su potencial.

Vivimos en “la era de la ansiedad”, dicen los expertos. Cada vez más gente padece esta condición, atrapada en un ciclo constante de estrés, insomnio y preocupación por males que no siempre están ahí. Pero, ¿y si se pudiera transformar la ansiedad en un recurso beneficioso que nos ayudara a resolver problemas, aumentar nuestra productividad y fortalecer nuestro bienestar? ¿Y si, en lugar de ver la ansiedad como una maldición, reconociéramos su valor como “un regalo”?

Esto es lo que postula la destacada neurocientífica estadounidense Wendy Suzuki propone en La buena ansiedad, su nuevo libro. Su novedosa perspectiva desafía la forma en que entendemos la ansiedad: sí, puede ser desagradable, pero desempeña un papel esencial en nuestra supervivencia. De hecho, la ansiedad es un componente fundamental para vivir de manera óptima.

“Es posible aprovechar la energía de la ansiedad en nuestro propio beneficio -afirma la Dra. Suzuki en el primer capítulo de La buena ansiedad, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota-. En realidad, la ansiedad funciona como una forma de energía. Pensemos en ella como en una reacción química a un acontecimiento o situación determinada: sin unos recursos fiables, sin capacitación ni tiempo adecuados, esa reacción química se nos puede escapar de las manos, pero también la podemos controlar y utilizarla como un bien valioso”.

Según afirma la autora, cada una de nuestras emociones tiene un propósito evolutivo, y la ansiedad está diseñada para poner de manifiesto nuestras emociones negativas. Si simplemente tratamos de evitarla, reducirla o eliminarla, perdemos la oportunidad de aprender a gestionar sus síntomas y aprovechar su potencial para mejorar nuestras vidas.

La buena ansiedad, editada por Paidós, nos invita a abordar nuestras preocupaciones desde una perspectiva de curiosidad en lugar de miedo, un cambio de mirada fundamental para que nos lleva hacia la felicidad.

Ficha

Título: La buena ansiedad

Autora: Dra. Wendy Suzuki

Editorial: Paidós

Páginas: 296

Precio (en Argentina): En digital: $8099

Así empieza “La buena ansiedad”

¿Qué es la ansiedad?

A menudo tenemos la impresión de que el estrés de la vida cotidiana nos deja sin aliento, literal y figuradamente, como si superar cada día fuera equivalente a escalar una montaña. Nuestras noches se ven privadas del sueño y nuestros días están marcados por la distracción y la dificultad para alejar nuestra concentración de los aspectos negativos. Estamos saturados de responsabilidad, inquietud, incertidumbre y duda. Nos sentimos sobreestimulados por una gran variedad de emociones, que van desde el terror hasta el FOMO (el «miedo a perderse algo», por sus siglas en inglés), independientemente de si esta experiencia proviene del uso de Instagram, Twitter, Facebook o de la lectura de noticias online. Para muchos, la ansiedad parece la única reacción apropiada al mundo que nos rodea.

La gente la nombra de muchas formas, pero la ansiedad es la respuesta física y psicológica al estrés. El cuerpo no conoce la diferencia entre el estrés causado por factores reales y el estrés generado por situaciones imaginadas o hipotéticas. Sin embargo, al comprender la neurobiología que desencadena la ansiedad y lo que sucede en nuestros cerebros y en nuestros cuerpos cuando esto sucede, es posible aprender a descomponer nuestras emociones en unidades más pequeñas que podremos manejar y gestionar. También es posible aprovechar la energía de la ansiedad en nuestro propio beneficio. En realidad, la ansiedad funciona como una forma de energía. Pensemos en ella como en una reacción química a un acontecimiento o situación determinada: sin unos recursos fiables, sin capacitación ni tiempo adecuados, esa reacción química se nos puede escapar de las manos, pero también la podemos controlar y utilizarla como un bien valioso.

La ansiedad como detección de una amenaza

Imagina que eres una mujer en el Pleistoceno y que formas parte de una tribu de cazadores-recolectores. Tu tarea consiste en buscar alimento en un cauce fluvial poco profundo situado aproximadamente a quinientos metros del campamento nómada. Llevas atado a la espalda a tu hijo de doce meses mientras buscas frutos comestibles en arbustos junto a la orilla del río. De pronto oyes un crujido cercano. Te quedas inmóvil de inmediato, evitando hacer el más mínimo movimiento. Te agachas en silencio, para no molestar al bebé y también para ocultarte de un posible atacante. Desde esta posición oyes otros crujidos e intentas deducir la distancia a la que se producen estos ruidos. Tu corazón late más rápidamente, la adrenalina inunda tu cuerpo y sientes que tu respiración se torna irregular y poco profunda mientras afirmas las piernas, lista para correr… o defenderte.

Te encuentras en mitad de una respuesta a una amenaza: una reacción automática a un posible peligro. Si alzas la vista y descubres un gran felino al acecho, se desencadenará la respuesta de la ansiedad y te quedarás petrificada, huirás o lucharás, en función de la evaluación, potenciada por la adrenalina, de tus mejores opciones de supervivencia. Si descubres que el ruido proviene de un pájaro que vuela bajo, tu ritmo cardíaco se ralentizará y volverá a la normalidad. La adrenalina y el sentimiento de miedo disminuirán rápidamente y tu cerebro-cuerpo recuperará su normalidad.

Este es el primer nivel de la ansiedad: el procesamiento automático de una amenaza. Esta antigua parte de nuestro cerebro se activa tan rápida y automáticamente que apenas somos conscientes de su funcionamiento. Está diseñada así para garantizar nuestra supervivencia. El cerebro envía señales al cuerpo, que a su vez reacciona con un aumento del ritmo cardíaco, palmas sudorosas, aumento del nivel de adrenalina y cortisol, y la desconexión de los sistemas digestivo y reproductivo para poder escapar rápidamente o intensificar tu fuerza para protegerte a ti mismo y a tu prole.

Ahora imaginemos otro escenario, esta vez en 2020, en el que vives sola en una casa que da a un callejón en una pequeña población de una zona residencial en las afueras. Es por la tarde y estás preparándote un té para disfrutarlo mientras miras un nuevo episodio de tu programa favorito. Al enchufar el hervidor eléctrico y buscar unas galletas en el fondo del armario, oyes un fuerte estruendo procedente de la puerta trasera. Tu corazón empieza a latir más rápido y te quedas paralizada por un momento mientras miras hacia la puerta con temor: ¿es un intruso?, ¿te van a hacer daño? Al principio te da miedo moverte, pero luego decides echar un vistazo por la ventana de la cocina.

Dra. Wendy Suzuki: "Es posible aprovechar la energía de la ansiedad en nuestro propio beneficio". Dra. Wendy Suzuki: “Es posible aprovechar la energía de la ansiedad en nuestro propio beneficio”.

Entonces descubres al mapache del vecindario. Ahora que lo piensas, la semana pasada tuviste que recoger basura esparcida en el camino de entrada a tu casa. Vuelves a tu té y a tu programa de televisión, pero no te resulta fácil calmarte. Te sientes ansiosa y te preguntas si tu vecindario es seguro, si deberías compartir con alguien la casa, si tendrías que mudarte a otra parte de la ciudad o vivir en un rascacielos para no tener que estar tan cerca de la calle. Entonces recuerdas una noticia sobre el incremento de los robos y te planteas si tendrías que comprarte un arma para protegerte. De pronto te entra miedo y te confunde la mera idea de sostener un arma. Apagas el televisor, incapaz de disfrutar del programa, y decides tomarte un somnífero para caer rendida. Tan solo quieres olvidar estas terribles emociones.

Estos escenarios son hipotéticos y están separados por millones de años, pero ambos encarnan el detonante y la experiencia de la ansiedad, con diferentes resultados.

En primer lugar, echemos un vistazo a lo que tienen en común. Antes incluso de que seamos conscientes de ello, el cerebro detecta la presencia de una posible amenaza o peligro y envía una señal al cuerpo para que este se prepare para actuar. Esta respuesta es en parte fisiológica, como indica la aceleración del ritmo cardíaco, el aumento de adrenalina y la respiración entrecortada: todo esto nos prepara para escapar rápidamente o para defendernos. La respuesta, provocada por la liberación de cortisol, es también emocional y se manifiesta en la inmediata sensación de miedo experimentada en ambas versiones.

A menudo esta reacción ante la amenaza se define como respuesta de «lucha, huida o inmovilización», que tiene lugar en microsegundos, cuando nuestro cerebro intenta descubrir si un estímulo es realmente amenazante y, en caso de que así sea, si es posible huir a la máxima velocidad, enfrentarse a la amenaza potencial o quedarse inmóvil y actuar como si estuviéramos muertos.

Esta respuesta está controlada por una zona específica de nuestro sistema nervioso central conocida como sistema nervioso simpático. Con sus principales vías de comunicación fundamentalmente ubicadas en la parte externa de la médula espinal, esta parte del sistema nervioso trabaja automáticamente y sin nuestro control consciente. Provoca una serie de reacciones, entre ellas la aceleración del ritmo cardíaco, la dilatación de las pupilas para mejorar la concentración en la fuente de la amenaza, la sensación de indisposición estomacal (que indica que la sangre abandona el sistema digestivo y se dirige a los músculos, para permitirnos una acción rápida) y la activación de los músculos para facilitar la huida o el enfrentamiento. La activación de todos estos sistemas es útil en situaciones peligrosas. Las respuestas fisiológicas y la experiencia emocional del miedo tienen que suceder automáticamente a fin de centrar nuestra atención en la amenaza de peligro inminente.

De este modo, la ansiedad es una respuesta integrada a la amenaza que nuestro cerebro-cuerpo utiliza para protegernos, como si la emoción del miedo reforzara los cambios fisiológicos.

En el primer escenario, el cerebro-cuerpo de la mujer se reseteó en cuanto determinó que no existía un peligro inminente. En el segundo caso, la respuesta de la mujer continuó incluso después de descubrir al mapache. Su cerebro-cuerpo quedó atrapado en la emoción del miedo y perdió el control. El profesor Joseph LeDoux, destacado neurocientífico y uno de mis colegas en la Universidad de Nueva York, explica que «los estados de miedo surgen cuando una amenaza está presente y es inminente; los estados de ansiedad se manifiestan cuando una amenaza es posible, pero su existencia es incierta». LeDoux diferencia entre el miedo (experimentado en presencia de una amenaza real) y el peligro imaginado o percibido (emocionalmente experimentado como ansiedad). La mujer del Pleistoceno sufrió una aguda manifestación de miedo junto a cambios físicos; la mujer del siglo XXI sintió ansiedad, una experiencia emocional más prolongada y persistente que le costó desactivar.

La investigación temprana sobre la ansiedad se centró en esta respuesta del miedo, preconsciente e innata, como mecanismo evolutivo adaptativo implícitamente natural y útil. Es la forma que tiene nuestro cerebro, impulsado por nuestro instinto de supervivencia, de advertirnos para que prestemos atención al posible peligro. Pero a medida que los seres humanos han avanzado en el tiempo y nuestro mundo se ha vuelto más complicado, estructurado y socialmente dirigido, nuestros cerebros no se han puesto completamente al día con las crecientes exigencias sociales, intelectuales y emocionales de nuestro entorno, razón por la que sentimos que la ansiedad se escapa a nuestro control.

Este sistema, arraigado en nuestro cerebro primigenio, no es hábil a la hora de evaluar los matices de las amenazas. Aunque la corteza prefrontal (la llamada parte superior [ejecutiva] del cerebro, fundamental en la toma de decisiones) puede contribuir a anular estas respuestas automáticas basadas en el miedo a través de su inteligencia, nuestro cerebro primario sigue funcionando tal y como lo hacía hace millones de años. Este mecanismo explica por qué la mujer del Pleistoceno en la sabana y la mujer contemporánea tienen, al principio, reacciones muy similares al oír el ruido. Pero solo la mujer más evolucionada siente la ansiedad persistente, con la consiguiente lista de preocupaciones hipotéticas. La mujer del Pleistoceno sigue con su rutina en cuanto constata que no hay un peligro inminente. La mujer de la zona residencial está atrapada en una ansiedad perniciosa.

(Información de Infobae)

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